La memoria es así y, de vez en cuando, sin saber porqué, nos lleva a sitios que no nos esperamos, aunque no sean extraños para nosotros. Mi memoria hoy me ha llevado a Alcossebre. El pueblo del que un día se enamoró mi padre.
En el verano de 2004, cuando yo tenía tan solo 4 años, atravesé con mi padre las vastas y bellas tierras andaluzas. Viajamos para reencontrarnos con gran parte de nuestro origen, aunque en mi caso fuera para encontrarlo por primera vez. Córdoba, Jaén, Granada o Arroyo del Ojanco, el pueblo donde mi padre se reencontró con su tita Julia, su prima Eli o su prima María José, con la que tantos veranos y juegos había pasado, y donde antes se había criado mi abuela, la yaya Tere.
Fueron muchos días fuera de casa, durmiendo en casas de familiares y en hoteles a lo ancho y largo de Andalucía. Un día decidimos volvernos a casa. El camino era largo, y conducir tantas horas con un niño de 4 años en el asiento de atrás del coche, supongo que debía ser algo más cansado de lo normal. Encima en verano. Así que mi padre, a buen juicio decidió buscar un lugar dónde parar a pasar la noche. A medio camino entre Jaén y Barcelona vió un pueblo, “Alcossebre”, provincia de Castellón, Comunidad Valenciana. Para pasar la noche no creo que haya que buscar nada fuera de lo normal. “Pero vaya, si hay que parar en algún sitio, al menos que sea bonito”, debió pensar mi padre. Y así fue.
Quan arribem, papa?
Ja queda poc.
[...]
Zzzzz.
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Vinga, baixa del cotxe, que ja hem arribat.
Bajé del coche y vi a Carmen, la mujer de la inmobiliaria que nos alquilaba el piso aquella noche. Allí paramos y allí mi padre se enamoró del paraje. Se enamoró de un sitio lleno de vida, un sitio bonito y que prometía serlo aún más gracias a la burbuja del ladrillo que se encontraba en su cima.
Con el tiempo, Alcossebre se transformó en nuestro sitio predilecto para ir de vacaciones, Carmen se convirtió en una de las mejores amigas de mi padre y José, su hijo, el pasatiempo favorito de mis veranos. Pili, la prima de Carmen, otra buena amiga. Y así hasta crear un círculo que nos invitaba a visitar y a repetir una y otra vez. Alcossebre era, prácticamente, nuestra segunda residencia. Alcossebre era playa, era verano, era juego, era calor, era vida. Yo, con 10 años, no podía pedir más.
Cuando tienes 10 años, al estar toda tu vida rodeado de tanta vida pierdes la noción de lo que es la vida. Un niño no sabe lo que es el contrario de la vida. Y yo lo descubrí, precisamente en Alcossebre. Cuando mi padre recibió una llamada que le anunciaba que esa prima, con la que tantos veranos había pasado, había muerto.
La prima María José era la primera persona de mi familia que se moría. Yo ni siquiera me acordaba de su cara, ni siquiera recordaba que existía una prima de mi padre que se llamara María José. Aún así, perplejo, recuerdo abalanzarme contra mi padre y romper a llorar. Supongo que alguna expresión de la cara de mi padre me reveló lo que realmente acababa de suceder. En algún sitio, en algún momento, se había acabado la vida.
Esa vida se llamaba María José, y pese a saber muy poco sobre ella, ella me hizo saber mucho. Ella me presentó a la muerte.
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