Cuándo le dije a mi amigo Alaaddine que quería que me acompañara a la Mezquita de Premià de Mar para hacer una crónica de un rezo islámico se puso muy contento. Contento por ver que alguien se interesaba por su cultura. Ante cualquier mínima muestra de interés que hago sobre el Islam se muestra siempre muy agradecido. Esta no fue menos. Desde el primer minuto se preocupó más que yo por mi propia crónica. Él estaba nervioso, yo también. Quería que la visita a la mezquita me causase una buena impresión. La Mezquita del pueblo no es de carácter turístico. No es frecuente que gente no-musulmana entre a verla. El edificio, que ahora sirve como oratorio, antes había sido un colegio. Ahora está acondicionado, y su interior se asemeja lo máximo posible a una mezquita. El día antes de asistir al rezo, Alaaddine me mandó una serie de mensajes concretandóme todos los detalles que tenía que saber antes de entrar a la Mezquita. Iríamos un viernes, el día sagrado para la religión musulmana y a escasas semanas para el inicio del Ramadán.
Lo mejor, según Alaaddine, era no consultar el hecho de que yo pudiera estar allí como observador. Simplemente ir y pasar desapercibidos. Según sus padres también era lo mejor. Así que eso hicimos.
Quedamos en el portal de Alaaddine, para ultimar los detalles. Llamé por el interfono y entré al portal. Él bajó y se puso a reproducir los gestos que yo debería hacer durante la oración. Yo los repetí. Se puso la típica túnica musulmana, la gandura. Y partimos.
Lo haces muy bien tio. No te pongas nervioso y ya está. Pasarás desapercibido, con estos rizitos pareces “moro” también. -me dijo con tono cómico.
De camino a la mezquita, Alaaddine se percató de que yo llevaba un pendiente en mi oreja izquierda. “Mejor quitatelo” me dijo. “En el Islam no está muy bien visto que un hombre lleve pendientes”. Ningún problema, me lo quité.
A la 13:00 llegamos a la mezquita, sin saber que la oración empezaba a la 13:20. Fuimos muy puntuales. La mezquita era un lugar familiar para mi, al menos su exterior. Paso por allí muy frecuentemente. Pero entrar iba a ser distinto, iba a ser revelador. Tenía ganas de ver lo que había dentro. Nos quitamos los zapatos y entramos. El suelo estaba tapizado, como en las mezquitas dónde había estado anteriormente. Mientras que subíamos las escaleras nos topamos con gente, hombres mayores, que hablaban unos con otros. Yo no entendí nada de lo que decían pero parecía que se preguntaran como les iba todo. “Que tal tu hija?” “Muy bien, viste el partido el otro día?”, así me lo imaginé yo. Sobrepasamos ese grupo de personas y nos metimos a la sala más grande del oratorio. Allí se encontraba el asiento del Imam, desde el cual iba a dar el sermón. Cuando entramos Alaaddine y yo aún había poca gente, la mayoría eran señores mayores vestidos con gandura. Mujeres no había ni una, tenían su espacio reservado fuera de la sala principal, en unos pasillos estrechos cubiertos por unas cortinas de seda. Lo que más me impactó fue la distribución de la sala. Estaban todos los objetos colocados de manera diagonal, incluso el tapiz del suelo trazaba líneas diagonales al orden que marcaban las paredes. Eso tenía una lógica. El edificio había sido construido como una escuela, y no fue pensado, en un principio, para servir como oratorio musulmán. Por tanto, cuando llegaron los musulmanes, reordenaron todo el espacio interior del edificio y lo pusieron mirando a La Meca.
Yo seguí a Alaaddine en todo momento desde que entramos a la mezquita, cuando llegamos a la sala principal, se sentó en el suelo reposando la espalda contra la pared, yo lo imité. Ambos esperamos en nuestra posición a que llegara el Imam para empezar la oración. En esa larga espera, de unos 20 minutos, Alaaddine miró a mis pies y se percató de algo que no le gustó mucho. Yo me miré y me dí cuenta de que llevaba unos calcetines azul claro, con la cara de Mario Bros. No tenía otros calcetines más llamativos que estos, y no me di cuenta al ponermelos en mi casa. Ambos nos reímos y Alaaddine me dijo que no pasaba nada.
Se respiraba paz y tranquilidad, muchos leían el corán, otros oraban sentados con los ojos cerrados… Al fin llegó el Imam y empezó con su sermón. Durante el discurso fui pillando algunas palabras que Alaaddine me había enseñado. “Insha’allah”, “Allah’ agbar”, algún castellanismo como “control” e incluso la palabra “Alaaddine” que en árabe significa la gloria del saber. El tema del control venía por la inminente llegada del “Ramadán”. Esa época del año en que los practicantes musulmanes tienen que controlar los instintos del cuerpo durante las horas de luz solar. También durante el discurso hubo varias personas que se levantaron de sus sitios y con las túnicas iban pasando para que la gente les diera dinero. Una pequeña recaudación de fondos.
El Imam tardó bastante en acabar su sermón y bajar del pedestal, Alaaddine me dijo que nunca había presenciado un discurso tan largo. Finalmente bajó y llegó el momento de reproducir los movimientos que me había enseñado. Todos los presentes en la sala se colocaron encima de las líneas diagonales que había en el suelo, todos mirando hacia La Meca. Los dedos meñiques de tu pié tenían que tocarse con los de las dos personas que tuvieras al lado. Así nos pusimos Alaaddine y yo. Los dos con la seguridad de estar uno al lado del otro. Esa seguridad duró hasta que un hombre se percató de que no tenía a nadie a su izquierda, se giró hacia mí y me dijo: “zid” (adelante)
Miré a Alaaddine y fue él quien se fue hacia delante. Su cara era un poema, estaba más nervisoso él que yo. Ahora me las tenía que arreglar solo, pero me bastaría con mirar y copiar los gestos de todos los demás hombres que tenía a mi alrededor. Así fue, no fue nada difícil, además fue corto. Mientras hacía los movimientos y “rezaba” llegué a sentir un poco de placer. Arrodillado y con la cabeza tocando el suelo se escuchaban los murmullos y susurros que todos esos hombres dirigían a Allah. Cuando acabó Alaaddine y yo nos dimos la mano y él me dirigió una larga sonrisa de satisfacción. Él saludó a Munir, su peluquero, a quién yo tambien saludé con un tímido “Salam Malekoum”. El momento de la salida todos buscaban a sus conocidos y se saludaban, era un momento para la socialización. La gran mayoría tenía una sonrisa en la cara. Mientras nos íbamos me volteé para ver si había alguna mujer debajo de aquellas cortinas. No vi nada. Muchos de los que no se quedaban socializando era porque era viernes y trabajaban, muchos de ellos partían rápido hacia sus puestos de trabajo. Por eso a Alaaddine le extrañó tanto que el sermón del Imam fuera tan largo.
A la salida se repartían zumos, leche y dátiles para la gente que lo necesitara. Nos pusimos los zapatos y fuimos a casa de Alaaddine. “Dice mi madre que te invitamos a comer a casa. Hay cuscús. ¿Te vienes?”. “Claro, claro”. “Así puedo vivir la experiencia completa”, pensé.
Hoy no iba a ser un viernes de pizza, como los que tengo cada semana. Hoy iba a ser un viernes de cuscús.